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Foto del escritorCes Heredia

Sobre Santa Claus, Bucky Badger y Mickey Mouse

Actualizado: 23 dic 2020

Cada diciembre era lo mismo: después de la cena de navidad, mis primos y yo corríamos de nuestra mesa a donde estaban nuestros papás y abuelos e intentabamos, sin mucho éxito, convencerlos de que ya era hora de abrir los regalos, en vez de esperar a media noche. Como todos los años, mi abuelo decía que aún no era hora, y después de un rato desaparecía. Poco tiempo después escuchabamos el famoso “Ho, ho, ho” y veíamos a Santa Claus entrar por la puerta de la sala de mi abuela. Todos los años, Santa Claus se sentaba en la silla de mi abuelo un rato, nos contaba sobre sus renos y su trineo - que había dejado estacionado en el techo - y después de compartir un par de anécdotas navideñas nos decía que ya había llegado el momento más esperado de la noche: los regalos. Una vez entregado el último regalo, Santa Claus se despedía y se iba a “repartir regalos por el mundo”... Todos los años era igual, justo cuando él se iba, mi abuelo regresaba, muy decepcionado de haberse perdido la visita de Santa otro año más.


Las cenas de navidad no son las mismas sin las visitas “sorpresa” de Santa Claus, y aunque ya no hay niños en la familia, hoy más que nunca hace falta un poquito de esa ilusión que nos invadía a todos. Este año, más que otros, he extrañado las historias de mi abuelo sobre sus años en UW Madison (go Badgers!), sobre como le encantaba Mickey Mouse, sobre como su papá se casó primero con Bertha Winograd y luego conoció a mi bisabuela Mela, y sobre como fue que se enamoró de mi abuela Rosa. La verdad es que, a estas alturas, me las sé de memoria pero nada se comparaba con escucharlo contar cada miércoles la misma historia de como mi primo Juanjo pensaba que su abuelo Toño había inventado en bungee, o de como fueron cambiando de casa según crecía la familia. Sin duda un año como este hubiera sido un poquito mejor con sus historias y consejos y visitas esporádicas a mi oficina.

Aún hoy, dos años después de que ya no está aquí, sigo esperando ver a mi abuelo sentado en la silla de su estudio, haciendo las tarjetas de regalo de mi abuela y los calendarios que nos regalaba todos los años. Todavìa pienso que lo voy a ver sentado en la cabecera, en la mesa del antecomedor de su casa, y siento raro cuando no veo su carro estacionado en su lugar en la cochera.


De chiquita, mi papá siempre me decía que aprovechara mi tiempo con mis abuelos porque aunque no lo pareciera en ese momento, llegaría el día en que no estarían a un par de cuadras para preguntarme por quinceava vez la misma cosa o para simplemente tomarme un café mientras hablábamos de nuestros días. Como toda niña pequeña sin mucha noción del tiempo, no hice mucho caso de las advertencias y prefería esconderme en la sala de tele a ver Las Tres Mellizas o algún programa similar. Hoy resulta que ese programa que en su momento parecía tan importante en mi vida ni siquiera lo recuerdo, pero las horas que pasé platicando de todo y de nada con mis abuelos son irremplazables. Creo que no me queda más que esperar que mis hijos, en su momento, hagan caso del mismo que me dio mi papá y disfruten a sus abuelos mientras los tengan.



No siempre entendí a mi abuelo, y no siempre estuve de acuerdo con sus acciones o sus consejos; entendíamos el mundo de manera muy diferente, tal vez producto de la época en que vivió cada uno, pero me quedo con lo que sí compartíamos: el gusto por la lectura, el gusto (y el talento) por escribir y contar historias, y el gusto por los chocolates. Me quedo también con los libros que me dio, las tarjetas que me regaló y las llamadas de auxilio cuando no podía dar el formato que quería a un documento de Word. Me quedo con los libros que me regaló y con las historias de Mickey Mouse, Santa Claus y Bucky Badger, y aunque hoy ya no puedo abrazarlo, para mi Don Antonio es eterno.


Xo,

C.


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On Santa Claus, Bucky Badger and Mickey Mouse.


Growing up, every December was exactly the same: right after Christmas dinner my cousins and I would run from our table to our parents’ tables and beg them to let us open out presents before midnight. We were never successful in our attempt, but grandpa always told us to be patient and great things would happen. At some point, almost before midnight, he’d excuse himself from the table and disappear for a while. A short while later, we’d hear a loud “Ho, ho, ho” coming from the second floor of the house, and we’d eagerly gather up by the Christmas tree while we watched Santa Claus come through the double doors of my grandmother’s living room. He’d sit down next to my grandma and he’d tell us he’d have to be quick, since his reindeer and sleigh were parked on the roof. Once the last present had been handed out, Santa would say his good-byes, remind us to be good kids during the next year and go off in his gift delivery. A short while later grandpa woulld come through the door connecting the kitchen with the living room, lamenting that - once again - he missed Santa's visit.


Christmas dinners will never be the same without those “surprise” visits from Santa, and that familiar hearty laugh flooding the living room while handing out presents, even when there’s no kids in our family anymore, we could all use a little of that holiday cheer that used to flood the air. This year, more than the previous ones, I’ve missed my grandpa’s stories about his years at UW Madison (Go Badgers!), about his trip to Disney World when he was a young man with my grandma and about his father’s first marriage to a Jewish woman from New York and how he later married my granny Mela. I know the stories by heart, but nothing really compares to the way he used to tell them every Wednesday afternoon. There’s no doubt in my mind that this shitshow of a year would’ve been a teeny tiny bit better if I’d been able to hear his voice again, or see his truck randomly show up at my office now and then.


Even now, two years after he’s been gone, I still hope to see him on his leather chair, behind his desk at his home study, working on my grandmother’s thank-you cards for the year. I still think I’ll see him sitting at the end of the table, in the same chair where he sat every day for 30+ years, and still feel weird when I see any other car parked on his spot in the garage.


As a kid, my dad used to tell me to make sure I enjoyed the time I had with my grandparents. He said that even though it didn’t seem like it at the time, they wouldn’t be around forever and I’d miss the days when they would ask me why I was single in my mid-twenties for the 15th time. Much like every other kid without a real notion of how quick time goes by, I didn’t care much about this advice, and I spent a good part of my weekly grandparental visits hiding in the TV room, watching some irrelevant show that I don’t even remember now. I can only hope that if the day ever comes, my kids will know better and listen to me when I give them the same advice.


I didn’t always fully understand my grandfather, I didn’t always agree with the things he said or the things he did, and I didn’t always understand his advice; I’m sure this was probably due to how we both understood the world and the different eras we both lived through, but despite the many differences, I’m clinging on the the things we did share: we were both bookworms since childhood, we both had a deep love (and talent) for words and using them to tell stories, and we both had an (unhealthy, at times) obsession with chocolate cake and coffee. I’ll keep the books he gave me (and the ones he let me keep when he found me snooping on his book case), the birthday cards he designed every year, and the SOS phone calls I’d get whenever he couldn’t get the MS Word format just right. I’ll keep the stories about Mickey Mouse, Santa Claus and Bucky Badger, because even though I can’t hug him anymore, to me, Don Antonio is eternal.


Xo,

C.




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